Álvaro 5° por la derecha.
Advierto que no es la primera vez que me pasa. Pero unas veces me da más risa que otras. Sucedió el domingo pasado a la mañana, en el semáforo de Av. Italia y las Heras. Veníamos con Álvaro de un partido de rugby en los Ceibos. Bajo una llovizna pertinaz, y con bastante frio. Por suerte el equipo ganó holgadamente. Y como es regla, los jugadores con barro hasta en las orejas. Ya estoy prevenido, así que tengo una capa de lluvia en la valija –recuerdos de mi vida militar- con la que trato de salvar el tapizado.
En el semáforo, un hombre de edad indefinida pero bastante joven y sólidamente embebido en alcohol para desafiar las inclemencias del tiempo. Pedía unas monedas y me hice el distraído. A lo que el tipo empezó a decirle a Álvaro: Decile al abuelo que me largue una chapa, que no sea amargo, que mirá el nieto que tiene… una fuerza abuelo, arriba abuelo, largá la guita abuelo...
Cuanto más me llamaba abuelo de Álvaro, más fuerte cerraba yo el vidrio y más cara de piedra ponía. Hasta que la luz verde me sacó del atolladero frente a la risa del niño que se divirtió en grande.
¡Este mundo está perdido, diría tía Anastasia! Abuelo sí, con mucho gusto, de Lorenzo y todos los que vendrán. Pero de Álvaro, padre aunque un poco madurito, hay que reconocerlo.
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